«En aquel entonces el reino de los cielos será semejante a diez vírgenes, que tomaron sus lámparas y salieron al encuentro del esposo. Cinco de entre ellas eran necias, y cinco prudentes. Las necias, al tomar sus lámparas, no tomaron aceite consigo, mientras que las prudentes tomaron aceite en sus frascos, además de sus lámparas. Como el esposo tardaba, todas sintieron sueño y se durmieran.
Mas a medianoche se oyó un grito: “¡He aquí al esposo! ¡Salid a su encuentro!” Entonces todas aquellas vírgenes se levantaron y arreglaron sus lámparas. Mas las necias dijeron a las prudentes: “Dadnos de vuestro aceite, porque nuestras lámparas se apagan”. Replicaron las prudentes y dijeron: “No sea que no alcance para nosotras y para vosotras; id más bien a los vendedores y comprad para vosotras”. Mientras ellas iban a comprar, llegó el esposo; y las que estaban prontas, entraron con él a las bodas, y se cerró la puerta.
Después llegaron las otras vírgenes y dijeron: “¡Señor, señor, ábrenos!” Pero él respondió y dijo: “En verdad, os digo, no os conozco”. Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora».
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Santa Lucía Mártir del siglo IV, a quien arrancaron los ojos durante su martirio. Es patrona de los pobres, los ciegos, de los niños enfermos y de las ciudades de Siracusa y Venecia.
De acuerdo con «las actas» de Santa Lucía, nuestra santa nació en Siracusa, Secilia (Italia), de padres nobles y ricos y fue educada en la fe cristiana. Perdió a su padre durante la infancia y se consagró a Dios siendo muy joven. Sin embargo, mantuvo en secreto su voto de virginidad, de suerte que su madre, que se llamaba Eutiquia, la exhortó a contraer matrimonio con un joven pagano. Lucía persuadió a su madre de que fuese a Catania a orar ante la tumba de Santa Agata para obtener la curación de unas hemorragias. Ella misma acompañó a su madre, y Dios escuchó sus oraciones. Entonces, la santa dijo a su madre que deseaba consagrarse a Dios y repartir su fortuna entre los pobres. Llena de gratitud por el favor del cielo, Eutiquia le dio permiso. El pretendiente de Lucía se indignó profundamente y delató a la joven como cristiana ante el pro-cónsul Pascasio. La persecución de Diocleciano estaba entonces en todo su furor.
El juez la presionó cuanto pudo para convencerla a que apostatara de la fe cristiana. Ella le respondió: «Es inútil que insista. Jamás podrá apartarme del amor a mi Señor Jesucristo».
El juez le preguntó: «Y si la sometemos a torturas, ¿será capaz de resistir?»
La jovencita respondió: «Sí, porque los que creemos en Cristo y tratamos de llevar una vida pura tenemos al Espíritu Santo que vive en nosotros y nos da fuerza, inteligencia y valor».
El juez entonces la amenazó con llevarla a una casa de prostitución para someterla a la fuerza a la ignominia. Ella le respondió: «El cuerpo queda contaminado solamente si el alma consciente». Santo Tomás de Aquino, el mayor teólogo de la Iglesia, admiraba esta respuesta de Santa Lucía. Corresponde con un profundo principio de moral: No hay pecado si no se consiente al mal.
No pudieron llevar a cabo la sentencia pues Dios impid
Published on 6 days, 5 hours ago
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